PICARESCA ESPAÑOLA, ¿FICCIÓN O REALIDAD?

Post Público 16/04/2015 34 1.997
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La novela picaresca es un género literario español del Siglo de Oro que cambió a los héroes por “pícaros”. Unos personajes que, por medio de engaños y trapicheos, conseguían sobrevivir en una época de decadencia del contexto social, económico y cultural de España. Esta forma del pícaro de ganarse la vida, que utiliza cualquier artimaña para obtener el mayor beneficio posible y salirse con la suya, la podemos extrapolar a nuestra época y significarla en la economía sumergida.

Una conducta poco ética de nuestros días cuya realidad supera cada vez más a la ficción. Porque el empleo no declarado y la economía sumergida representan en España el 18,6% del PIB, lo que nos sitúa en niveles muy superiores a los de otros países europeos como Austria (7,5%), Luxemburgo (8%), Holanda (9%), Reino Unido (9,7%), Francia (10%)o Alemania (13%). Este dato representa, además, que se están defraudando alrededor de 190.000 millones de euros.

Es evidente que esta actividad fuera de la ley es un mal que se está asentando de una manera preocupante. Y lo peor, es que parece que hay una relativa tolerancia hacia su existencia y que no acaba de condenarse ni perseguirse desde ningún estamento ni político, económico ni social.

La economía no declarada en una sociedad es un fraude que afecta tanto a trabajadores como a la competitividad entre las propias empresas. Que además produce pérdidas recaudatorias para el sector público, perjudica al sistema de protección de la Seguridad Social, provoca desviaciones en las estadísticas económicas oficiales, favorece la competencia desleal y produce problemas de desigualdad entre empresas.

Pero, ¿de dónde sale tanta picaresca? ¿No es acaso la consecuencia de una crisis que ha dejado a gran parte de la población en una situación insostenible que le aboca a conseguir recursos por encima de la legalidad? ¿O quizás de un rígido régimen laboral que anima a cobrar en “B” por el rechazo a realizar un empleo considerado como precario? Es más, ¿no serán los intolerables niveles de corrupción del sector público los que invitan a que se afiance el argumento del “como todo el mundo lo hace…”?

Cualquiera de estos razonamientos serviría para justificar los comportamientos poco ejemplares de esta plaga de empleados y empresarios invisibles que nos amenaza. Pero lo más triste es la sensación que me queda como empresario de que el principal generador de economía sumergida es el propio Estado. Llevamos años escuchando que las empresas y los trabajadores debemos apretarnos el cinturón, que tenemos que adaptarnos, reestructurarnos, optimizar, etc. Todo esto nos ha llevado, en muchos casos, a la precarización, y mientras tanto, vemos que el propio Estado no ha hecho sus deberes.

Tenemos una estructura pública estatal, más grande que al inicio de la crisis, que necesita de unos recursos ilimitados que sólo pueden salir de las rentas de los trabajadores y de la actividad de las empresas. Lo inteligente hubiese sido una adaptación real de las estructuras públicas, proporcional a las posibilidades de generación de riqueza de las empresas y trabajadores. Pero todos tenemos claro que al final no ha sido así, y estamos sufriendo una presión fiscal absolutamente insostenible.

Anticipos de impuestos de sociedades, aumento de las retenciones, reducción de las deducciones, penalizaciones a las rentas del trabajo, son medidas absolutamente contrarias a lo que nuestra sociedad necesita. El dinero no tiene que estar en poder del Estado, tiene que estar en las cuentas de las empresas y en los bolsillos de los trabajadores para que la economía se reactive, y para ello, necesitamos una Administración más pequeña, pero más efectiva.

Estoy convencido que una política fiscal opuesta a la actual, junto con planes de reactivación, como el tan reivindicado plan de rehabilitación, harían que la sociedad prefiriera “PEDIR SIEMPRE LA FACTURA”, antes que esconderla.

En FEMEVAL llevamos años reivindicando una mayor austeridad pública y unas Administraciones que se apoyen en el sector privado como fórmula ideal para reducir gastos sin cerrar servicios. A cambio, después de todo este tiempo, nos encontramos con que nuestro tejido empresarial estás más lejos de la Administración porque ésta está más alejada de nosotros que nunca.

Está claro que el problema de la reducción es que nadie quiere perder derechos, competencias o privilegios. Pero si las empresas, los trabajadores y las organizaciones empresariales hemos sido capaces de hacerlo, muy a nuestro pesar, ¿por qué no toman ejemplo nuestros dirigentes?

Confío en que los resultados electorales nos traigan una clase política renovada que entienda que lo público es de todos y no de unos pocos. Que tenga la capacidad de mejorar la conciencia fiscal de nuestros ciudadanos. Que dedique más recursos a la lucha contra el fraude. Pero sobre todo, que entienda que ellos tienen que adaptar sus recursos a lo que la sociedad puede mantener, y no al revés. Ese será el principio del fin de la economía sumergida.